Eusebi salió de la herida del vientre llorando. Casi no le dio tiempo a darse cuenta de que estaba fuera y ya empezó a hacerse notar. La tela que separaba el vientre –el campo quirúrgico donde practicaban la cesárea– de los brazos y el pecho de su madre cayó. Y en un momento electrizante Bárbara sujetó incrédula el cuerpecillo amoratado del llorón, su hijo, y se lo colocó en el pecho. Lo besó, lloró, rió y abrazó con cuidado, todo a la vez.
En el quirófano estaban bregadas obstetras, una comadrona, varios enfermeros y enfermeras y en la cabecera de la camilla, pegado a Bárbara, el papá de Eusebi, Pol. Y las lágrimas corrieron por muchas mejillas.
Le entregaron las tijeras a Pol y le pusieron delante el cordón umbilical para que inaugurara la nueva vida independiente del pequeñajo, que como era de esperar cumplió con todos los parámetros de buena salud que se pide a los recién nacidos.